El aullido del lobo corrió como un escalofrío a lo largo de toda la montaña. Un ciervo, que roía plácidamente la rica hierba cubierta de rocío, se asustó y se alejó corriendo a más no poder, a través del pinar.
La imponente cornamenta del ciervo desfloraba y sacudía las ramas.
Una piña hinchada y madura se desgajó de una rama de abeto y rodó hacia abajo por la pendiente, saltó sobre el saliente de una roca y, con un golpe sonoro, acabó en una hondonada húmeda y bien expuesta.
Un puñado de semillas salió disparada de su cómodo alojamiento y se esparció en la tierra.
«¡Hurra!, gritaron las semillas al unísono. ¡Llegó el momento!». «¡Lo hemos conseguido! ¡Aquí no hay ardillas ni topos, estamos fuera de peligro!».
Comenzaron con entusiasmo a germinar para cumplir la misión que ardía en su pequeño corazón y que es la función de todo árbol: tener el cielo unido a la tierra. Para ello, los árboles echan raíces profundas
y extienden ramas nudosas hacia el cielo. Si no hubiese árboles,
el cielo ya habría desaparecido.
Comenzaron, pues, las semillas a esconderse en la tierra, pero descubrieron bien pronto que siendo tantas provocaban algunos conflictos.
«¡Córrete un poco más allá, por favor!».
«¡Está atenta! Me has metido el botón en un ojo!».
Y así sucesivamente. De todos modos, rozándose y codeándose, todas las semillas encontraron un rinconcito para germinar.
Todas menos una.
Una hermosa y robusta semilla declaró claramente sus intenciones:
«¡Me parecéis un montón de ineptas! Amontonadas como estáis, os robáis el terreno una a otra y crecéis raquíticas y desmirriadas. No quiero tener nada que ver con vosotras. Por mí sola podré llegar a ser un árbol grande, noble e imponente. ¡Yo sola!».
Con la ayuda del viento, la semilla logró alejarse de sus hermanas y hundió sus raíces, solitaria, en la cresta de la montaña.
Después de alguna estación, gracias a la nieve, a la lluvia y al sol, llegó a ser un magnífico abeto joven que dominaba el valle, donde sus hermanas se habían convertido en un bosque que ofrecía sombra y descanso fresco a los caminantes y a los animales de la montaña.
Aunque no faltaban problemas.
«¡Estáte quieto con esas ramas! Me tiras las agujas».
«¡Me robas el sol! Ponte más allá…».
«¿Quieres dejar de despeinarme?».
El abeto solitario los miraba irónico y soberbio. Él tenía todo el sol y el espacio que deseaba.
Pero una noche de final de agosto, las estrellas y la luna desaparecieron
bajo un montón de nubarrones amenazadores. Silbando y revoloteando, el viento descargó una serie de ráfagas cada vez más violentas, hasta que desolando la montaña se abatió la tempestad.
Los abetos del bosque se estrecharon los unos contra los otros, temblando, pero protegiéndose y sosteniéndose recíprocamente.
Cuando la tempestad se aplacó, los abetos estaban extenuados por la larga lucha, pero se encontraban a salvo.
Todos menos uno.
Del abeto soberbio solitario no quedaba sino un trozo astillado y melancólico en la cima de la montaña.
En la primavera sucesiva, los rayos del sol acariciaban decenas de tiernos vástagos que la brisa de la noche acunaba emocionada. Entre las ramas de los abetos muchos pájaros y ardillas habían encontrado refugio. Superado el invierno, en la base de los troncos robustos, habían
nacido plantas y flores de mil colores.
Era el don que, sin quererlo, el viento y la lluvia de la tempestad habían hecho a la montaña.
La imponente cornamenta del ciervo desfloraba y sacudía las ramas.
Una piña hinchada y madura se desgajó de una rama de abeto y rodó hacia abajo por la pendiente, saltó sobre el saliente de una roca y, con un golpe sonoro, acabó en una hondonada húmeda y bien expuesta.
Un puñado de semillas salió disparada de su cómodo alojamiento y se esparció en la tierra.
«¡Hurra!, gritaron las semillas al unísono. ¡Llegó el momento!». «¡Lo hemos conseguido! ¡Aquí no hay ardillas ni topos, estamos fuera de peligro!».
Comenzaron con entusiasmo a germinar para cumplir la misión que ardía en su pequeño corazón y que es la función de todo árbol: tener el cielo unido a la tierra. Para ello, los árboles echan raíces profundas
y extienden ramas nudosas hacia el cielo. Si no hubiese árboles,
el cielo ya habría desaparecido.
Comenzaron, pues, las semillas a esconderse en la tierra, pero descubrieron bien pronto que siendo tantas provocaban algunos conflictos.
«¡Córrete un poco más allá, por favor!».
«¡Está atenta! Me has metido el botón en un ojo!».
Y así sucesivamente. De todos modos, rozándose y codeándose, todas las semillas encontraron un rinconcito para germinar.
Todas menos una.
Una hermosa y robusta semilla declaró claramente sus intenciones:
«¡Me parecéis un montón de ineptas! Amontonadas como estáis, os robáis el terreno una a otra y crecéis raquíticas y desmirriadas. No quiero tener nada que ver con vosotras. Por mí sola podré llegar a ser un árbol grande, noble e imponente. ¡Yo sola!».
Con la ayuda del viento, la semilla logró alejarse de sus hermanas y hundió sus raíces, solitaria, en la cresta de la montaña.
Después de alguna estación, gracias a la nieve, a la lluvia y al sol, llegó a ser un magnífico abeto joven que dominaba el valle, donde sus hermanas se habían convertido en un bosque que ofrecía sombra y descanso fresco a los caminantes y a los animales de la montaña.
Aunque no faltaban problemas.
«¡Estáte quieto con esas ramas! Me tiras las agujas».
«¡Me robas el sol! Ponte más allá…».
«¿Quieres dejar de despeinarme?».
El abeto solitario los miraba irónico y soberbio. Él tenía todo el sol y el espacio que deseaba.
Pero una noche de final de agosto, las estrellas y la luna desaparecieron
bajo un montón de nubarrones amenazadores. Silbando y revoloteando, el viento descargó una serie de ráfagas cada vez más violentas, hasta que desolando la montaña se abatió la tempestad.
Los abetos del bosque se estrecharon los unos contra los otros, temblando, pero protegiéndose y sosteniéndose recíprocamente.
Cuando la tempestad se aplacó, los abetos estaban extenuados por la larga lucha, pero se encontraban a salvo.
Todos menos uno.
Del abeto soberbio solitario no quedaba sino un trozo astillado y melancólico en la cima de la montaña.
En la primavera sucesiva, los rayos del sol acariciaban decenas de tiernos vástagos que la brisa de la noche acunaba emocionada. Entre las ramas de los abetos muchos pájaros y ardillas habían encontrado refugio. Superado el invierno, en la base de los troncos robustos, habían
nacido plantas y flores de mil colores.
Era el don que, sin quererlo, el viento y la lluvia de la tempestad habían hecho a la montaña.
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