jueves, agosto 01, 2013

DE LOS SONIDOS Y LA MEMORIA DE LOS OIDOS

De los sonidos y la memoria de los oídos (en pensamientos papalote)
http://quevaporelsol.blogspot.mx/2009/09/de-los-sonidos-y-la-memoria-de-los.html#!/2009/09/de-los-sonidos-y-la-memoria-de-los.html

Aquel Caracol

"No hay que llegar primero pero hay que saber llegar"

Los oídos tienen memoria, claro, las manos, el cuerpo, la nariz. Pero la memoria de los oídos, sin duda alguna, me gusta más que las otras. Es menos prosaica, pienso, y más elaborada que las demás.
Memoria, dice la RAE es la capacidad de recordar, el conjunto de imágenes y situaciones que perduran en la mente. Pero ¿y los sonidos? No son situaciones, tampoco son imágenes. Está claro que al ver algo o al pensar en algo, fácilmente se lo recuerda, pero al escuchar algo, hay que prestar más atención para fijarlo en la memoria y, si el sonido es fugaz, se necesita cierta habilidad para retenerlo y entonces grabarlo para siempre ¿no es cierto? Lo diré con un ejemplo: Podemos recordar un águila, físicamente, porque la hemos visto, pero ¿podemos recordar con la misma claridad el sonido de un águila, ese piar que parece tener eco en sí mismo?
He notado que, para muchos, los sonidos están en un plano secundario. En mi caso, me he esforzado por darles un papel protagónico, aunque todavía no sé si para bien o para mal.

El estómago tiene su sonido, el guru guru que suena cuando tenemos hambre, el tum tum del corazón. Son sonidos del cuerpo, y el cuerpo los recuerda y los graba y reconoce su propio tum tum como único cuando pega la oreja en el pecho de otro, y también su guru guru único cuando en la silla de al lado suena el estómago de alguien más.
Todas las cosas tienen sus sonidos únicos. Las noches del campo suenan a grillos, el otoño suena a árboles con viento. Las bicicletas suenan a bicicletas.

Hace tiempo –y me pregunto, como se preguntó Murakami, qué es eso de hace tiempo, hace algún tiempo, ¿cuánto tiempo es eso?- vi una película que se llama Temporada de patos. No recuerdo de qué trata, olvido fácilmente las historias que no me interesan porque pienso, de manera infantil y hasta ridícula, que esas historias inservibles llenarían un espacio en mi memoria que bien podría ocupar el recuerdo de una historia mejor. Pero Temporada de patos no la olvido, y sólo por esta razón: fue la primera película que vi que atrapó los sonidos de un departamento en la ciudad de México y los presentó, con la importancia de un personaje, durante toda la cinta -¿la cinta? Era un DVD, eso ya no es una cinta-: el susurro de la televisión del vecino, el refrigerador haciendo ese chasquido que sigue de un sordo y largo tiiiiiiiii, la sirena de una ambulancia lejana, la alarma del auto del estacionamiento (tuuup-tuuup-tuuup, wiu-wiu-wiu-wiu, tuuu-ruuu, tuuu-ruuu) el rechinido de la puerta, el sonido del inodoro al jalar la palanca, los pasos en el techo.
Me gustó sólo por eso. Y no recuerdo nada más.

Hace un momento estaba acostada en la cama, pretendiendo leer el libro de cuentos de Herman Melville que me regalaron mis vecinos, cuando de pronto escuché que el bar de enfrente encendió la música y, como acostumbrada estoy al sonido del refrigerador, al de la ambulancia en la avenida y al de mi estómago hambriento, reconocí ese sonido como uno de los únicos de esta habitación. Comencé a pensar en todos los sonidos que estaban vivos en ese momento, todavía con el libro en las manos, pero además de la música de ese bar maldito, sólo distinguí el murmullo de los autos que pasaban sobre la avenida, haciendo más ruido de lo usual porque el asfalto estaba mojado.
¡No puede ser!, pensé. Eran muy pocos. Cuánta suerte. Pero yo quería denunciar abiertamente todos los ruidos de esta casa y en ese momento no había nada. No era justo.

En este edificio hay ruidos todo el día y toda la noche. Un poco más tarde, está esa banda en vivo que toca covers de las canciones de moda y luego un grupo cubano; los ronquidos de mi roomie de al lado; los autos que arrancan del estacionamiento de atrás; las alarmas; el coro de los clientes del bar. Y por las mañanas son las voces en la cocina, la regadera, la lavadora, la cafetera, el crujido de la puerta, la palanca del baño, las mil puertas que se abren y se cierran, la caminadora... Todo antes de las nueve de la mañana.
Es el guru guru de esta casa, el tum tum.

Al principio me costó un poco ceder a ese caos y me irritaba con una facilidad extraordinaria. Pero al fin, con el tiempo, el ruido pasó a ese plano secundario y ahora casi no me molesta, aunque a veces, todavía, me despierta "Pedro Navajas" en la madrugada y no me queda más que esperar a que la banda termine de tocar y confiar que el sueño me vencerá nuevamente.

Me gusta el silencio. De los sonidos, si acaso el silencio es uno, lo prefiero sobre todos –y ahora advierto que esto mismo le sucede a la gente que le gusta el color negro, cuando el negro es precisamente la ausencia de color-. Recuerdo bien que en una playa, hace mucho, le pregunté a un amigo “si no fueras humano ¿qué te gustaría ser?” pero él se quedó callado un momento y yo me enojé porque pensé que me ignoraba. Pasó todo un día, ¡un día entero! y finalmente, riendo, me dijo que hubiera querido ser silencio. Tan simple, y yo no pude descifrarlo. ¿Pero es que el silencio es algo? Ni hablar, lo mismo pasa con el color negro.

No voy a extrañar el ruido de esta casa. No, ni un poquito. Pero a pesar de que mi experiencia auditiva aquí no es la mejor, por fortuna, tengo muchos de esos momentos donde hay también otros sonidos, que son más bien íntimos, hermosos, y que me llenan de paz: la cuchara girando en la taza; mi respiración cuando escribo; la risa de mi madre en el speaker del teléfono, contándome de las tías; el golpeteo de las teclas de mi laptop –que me hace pensar en los pasos de un escarabajo por un camino de lata-; el sonido del papel al dar la vuelta a la página; el fru fru de las almohadas, y esas respiraciones, agitadas y ajenas, que alguna vez llegaron a unirse a la sinfonía de refrigeradores y avenidas, antes de que la banda de enfrente empezara a tocar.

Desde hace años he querido que alguien invente audífonos de silencio y que mientras más alto sea volumen, se escuche más silencio.
No me importaría pagar una fortuna por ellos.
No podría perderme la oportunidad de dejar al mundo entero en mute.

Imagen: Con los pies en el aire, Eva Armisen

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