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Va en los barcos de carga siempre una gata
que aman los marineros sin explicarse por qué.
Ella, cuando de su turno salen cansados,
corre a sus pies, orgullosa, a frotarse.
En las noches, en el pesado silencio de la proa que los angustia,
cuando el mar golpea el casco de la nave
como si buscara con su enorme fuerza soltar sus remaches,
tiene para ellos la tersura de una compañía de mujer.
Es perezosa y arrogante como todas las gatas
y tiene sus ojos grises llenos de magnetismo;
cuando dulcemente le acarician su lomo,
parece caer en un lento espasmo placentero.
En el ensueño y en la ira se asemeja a la mujer,
y por ello más la aman los marineros;
cuando lenta e indiferente los mira a los ojos,
se diría que produce una extraña fiebre.
Le ponen al cuello un collar de cobre
que la proteja del mal del hierro.
¡Por desgracia, no siempre así pueden
salvarla de la oscura muerte!
¿Acaso porque sus feroces ojos están húmedos
y electrizados, el negro hierro los atrae?
Enloquece aullando, fija su mirada en un solo punto
y hace brotar silenciosas lágrimas en los marineros.
Pero antes de la muerte, uno de ellos,
aquel que ha visto cosas más espantosas en su vida,
acariciándola un momento y mirándola a los ojos,
la arroja después al agitado mar.
Entonces los marineros, que raras veces abren su corazón,
se retiran a ocultarse con el pecho oprimido,
lleno de una extraña amargura que los roe,
igual que cuando han perdido a una mujer que amaron.
(1910-1975).
Poeta griego
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