On mayo - 2 - 2010
Fuente: Carrusel
El Día de la madre suele ser una tragedia. Para ser precisos, una tragedia en tres actos.El primer acto comienza unos días antes, cuando hay que decidir qué regalo darle a la mamá. ¿Una cartera negra? Ese fue el regalo del año pasado. ¿Unos zapatos? Todos le tallan. ¿Y si uno le pregunta? Bueno, la respuesta siempre es la misma: “Lo que quieras, mi amor, cualquier pendejada”. Entonces uno se cree el cuento y llega con cualquier pendejada, con una rosa medio muerta, con una tarjeta repujada o con un chocolate, y comienza la tragedia número uno: la mamá llora, dice que nadie la valora y uno termina tirándose el día.
Lo cierto es que las únicas pendejadas que aceptan gustosas las mamás son las que les regalan los niños menores de diez años, hechas en el colegio, ayudados por profesoras carentes de imaginación: una cajita hecha con palitos de paleta, un cenicero de barro seco o un muñeco con pelos rojos que dice (sic): “Felis dia mama. Erez la megor”. De resto, siempre van a querer algo bonito, que no sea una olla de presión o una sanduchera.
El segundo acto viene en el desayuno del Día de la madre. Cuando era niña, despertábamos a mi mamá con una serenata en un disco rayado. Eran las cinco de la mañana. Le dábamos los regalos y le llevábamos el desayuno a la cama. Pobre mujer. Ahora que soy mamá comprendo que uno lo que quiere es dormir, y cuando lo despiertan para llevarle el desayuno, más vale que sea algo decente. De nuevo, si lo hace un niño menor de diez años, uno resiste que le dé una barra de cereal de chocolate partida en dos con un vaso de agua; pero si lo acompaña un adulto es inhumano un mal desayuno. El año pasado, por ejemplo, mi hijo y mi esposo me dieron una arepa quemada, y se quedaron mirándome con sadismo, mientras me metía en la boca los trozos de carbón. Cuando terminé, salieron gritando, felices: “Ahora sí vamos a pedir un domicilio delicioso para nosotros”. El resultado es el mismo del primer acto: la mamá llora, se queja de que no la quieren y el día está echado a perder.
En el tercer acto la cosa empieza en el almuerzo. A pesar de ser un día especial, la mayoría de las mamás cocinan para hijos, abuelos, sobrinos y un par de viejitas que nadie sabe de dónde salieron, pero que están aplastadas en la sala desde las once y media. La comida siempre es la misma: ajiaco, fríjoles o pasta, y la única condición es que sea capaz de alimentar a treinta personas. La mamá sirve, recoge, lava, ofrece, camina, calienta, cocina, adoba, prueba, sonríe y al final del día está como si le hubiera pasado una aplanadora por encima, y empieza, por tercera vez, a llorar.
La otra opción es que la ‘reina’ de la casa, la que cocina los otros 364 días, sea la víctima de uno de los restaurantes de la ciudad. El resultado no es muy diferente: colas interminables, comida tibia, meseros confundidos y órdenes mal servidas. El papá se queja de que salió carísimo y la mamá regresa a la casa llorando.
No hay que preocuparse, sin embargo. Hagan lo que hagan todo va a salir mal el Día de la madre. Las mamás siempre se van a sentir subvaloradas y con alguna razón: nada de lo que nadie hace es suficiente para pagarles todo lo que ellas hacen por uno. La ventaja es que al día siguiente la mamá vuelve a ser ese ser cariñoso y alegre y todo queda olvidado… por lo menos hasta dos semanas antes de aquel fatídico domingo de mayo.
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