


Nunca imaginé que un animal tan pequeño pudiera ocupar tanto espacio en mi alma. Llegó en silencio, con los ojos grandes y curiosos, justo cuando todo parecía a punto de romperse. Lo encontré entre unos matorrales detrás de mi casa, con un maullido apenas audible, como quien pide permiso para existir.
Lo llamé Tobías, porque ese nombre suena a ternura y sabiduría. Desde ese día, cada mañana comenzó con sus saltitos y su insistencia por dormir en mi pecho, como si supiera que ahí guardaba lo más frágil de mí.
Tobías no solo fue un gato. Fue la pausa que necesitaba. En sus movimientos suaves, aprendí que el amor no siempre llega con ruido… a veces se cuela por debajo de una puerta, en forma de patita tímida. Él me enseñó que el silencio también puede abrazar.
Hoy, cuando lo veo dormir sobre mis libros o seguirme como sombra por toda la casa, pienso que tal vez no lo adopté yo. Fue él quien me eligió, como quien ve una grieta y decide hacer de ella un hogar cálido



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